En aquel momento la otra sombra que ni miramos, la otra persona que estaba comprando, que no habíamos notado, se volvió en un hombre ya mayor, pequeño y encorvado con la edad, bastante humilde, que nos miraba con una sonrisa. Se acercó tan feliz y sencillamente que no pude evitar notarlo. El nos estiró la mano y nos dijo con una gran sonrisa en la cara y una voz desgastada: ‘’tomen, para que se compren algo rico. ’’ Y sobresalieron los 500 pesos que estaban en su mano. En aquél momento no supe como reaccionar, no quería aceptarlos pues me sentiría culpable si lo hacía y no quería despreciarlo tampoco. Mi amiga y yo le dijimos que no se preocupara, que no era necesario, pero él insistió con la misma sonrisa, y con la mano aún estirada como si no pensara en sacarla de ahí hasta que le recibiéramos su moneda. Seguramente él lo necesitaría mas que nosotras, pero aún así insistió e insistió tan humilde y tranquilamente que ya no pudimos seguir diciendo que no. No queríamos ofenderlo ni menos dañarlo y aceptamos la moneda dándole las gracias profundamente, cómo nunca habíamos agradecido tanto algo. El se fue, muy satisfecho y a paso lento, como si hubiese cumplido una misión. Fue en ese momento que entendí el valor de aquella moneda. Era extraño pensar que nunca había agradecido tan sinceramente algo como aquel pedazo de metal con números escritos, en los cuales descubrimos la verdadera sencillez, la verdadera humildad, el verdadero calor humano que muchas veces olvidamos. Ese calor humano que siempre está presente y que podemos encontrar en cada uno de nosotros, sin embargo el problema es que sólo nos atrevemos a encontrarlo en nuestros seres más queridos y ni nos molestamos en descubrirlo en los demás, como seguramente los demás no se molestan en demostrarlo.
Un detalle, unos minutos que no se olvidan, unos minutos en los que no me encontré ni viajando a toda velocidad ni corriendo por la vida. Fueron un par de minutos en los que me sentí parte del detalle, no parte de la carrera y me pregunte el por qué somos tan pocos observadores, y a la vez tan críticos. ¿Por qué olvidamos aquella vez que le regalamos una flor a nuestra mamá porque sí, pero recordamos cuando le dimos ese collar tan caro para su cumpleaños? ¿Por qué recordamos la ausencia de alguien con tristeza y no recordamos los bellos momentos que vivimos cuando estaba presente? ¿Por qué preferimos olvidar que recordar? ¿Por qué vivimos todos en el mismo mundo, si como dice la canción no nos queremos ni mirar? Comodidad, sólo comodidad porque nuestra cultura nos enseña que es más fácil, porque nos enseña que lo más caro es lo más importante, cuando el verdadero valor de las cosas no se mide con la bolsa económica, si no que con lo que nos conlleva a sentir y a vivir. El valor de una sonrisa, la que nos puede enamorar, nos puede enseñar, nos puede motivar, nos permite recordar a las personas, nos permite hablar sin palabras, nos permite transmitir energía, nos permite creer en una posibilidad. El valor de un recuerdo nos puede hacer llorar, nos puede hacer reír, nos puede hacer ahogarnos en nostalgia, o ahogarnos en conformidad. Pero nos puede ayudar en el presente a llenarnos de experiencias. Todo esto nos hace más grandes y nos enseña más. Pues lo más curioso de todo, es que muchos de nosotros preferimos olvidar que recordar, eliminar lo malo en lugar de recordar lo bueno, si hasta donde yo sé, el único error, es el que no nos enseñó nada, si hasta donde sé yo, que una caída acompañada del hecho de levantarse vale más que cuando estamos volando, el esfuerzo de querernos, el esfuerzo de seguir. No pretendo que quienes lean esto, desprecien lo que para ellos era importante ni pretendo que se vuelvan humildes diciendo que nada de lo que consideraban valioso tenga valor, sino que pretendo que valoren más esas cosas que la vida nos muestra a diario, que son tan simples, tan sencillas, casi tan comunes que olvidamos que tienen algo que enseñar, como ese abrazo con un hermano, como ese reencuentro con un amigo, como esa vez que reímos a carcajadas con alguien por un estupidez, como esa vez que un niño nos sonrió sólo porque sí, como esa vez que ayudamos a alguien que estaba perdido a encontrar la calle correcta, como esa vez que alguien nos avisó que se nos había caído algo del bolsillo, como esa vez en que lloramos recordando momentos felices, como esa vez que nos sentimos como niños otra vez, y como cuando vivimos y no nos damos cuenta. Estamos vivos, no porque respiramos, estamos vivos porque aprendemos, porque sentimos, porque recordamos, porque sufrimos y porque nos alegramos, porque triunfamos y porque erramos, estamos vivos porque somos humanos. La vida amigos míos, no tiene receta, no hay una fórmula para ser feliz sólo el intento de serlo. El precio de la vida es importante, porque la vida no tiene precio; es gratis y se disfruta. ¿Cuándo más vamos a esperar para disfrutar de las monedas de 500 pesos que la vida nos presenta a diario?