martes, 25 de octubre de 2011

Más monedas de 500 pesos.

¿Cuál es el precio de una sonrisa? ¿Cuál es el valor de un recuerdo? ¿Cuánto pagarían por recordar? ¿Cuánto pagarían por olvidar? No hace mucho tiempo logré darme cuenta de que el valor de las cosas que nos rodean es nada más que la importancia que le atribuimos a ellas, y a la vez la importancia que le atribuimos a ellas es nada más que la elección de si seremos o no críticos con ello. Si bien es nuestra crianza y nuestro desarrollo en una determinada sociedad nos harán formarnos con ideales centrales en la cabeza, asociándole valor a las cosas, a la vida y a las personas, pasamos nuestros años creyendo que todo lo que existe en la tierra tiene la posibilidad de asignarle un valor, de decir que es importante y de decir que no lo es, y muchas veces sólo por cultura le asociamos demasiada o poca importancia a algunas cosas. Nos tomamos el privilegio de decidir qué es importante aquí y que no, y cómo si fuera poco nos tomamos el privilegio de enseñarles a los demás lo que es y no es valioso y aunque considero que la idea es tener la libertad de decidir que cosas serán las que tendrán mayor trascendencia en nuestra vida, no considero que sea parte de la idea que sea la sociedad quién las imponga.

El arte de ser uno mismo es la clave para tomar buenas decisiones, o por lo menos para ser feliz y aunque sea imposible no ser influenciado por nuestra cultura, creo que es necesario descubrir el momento en que estamos preparados para creer en nosotros mismos y averiguar solos, que a veces la vida es más simple de lo que parece. Los detalles son los que hacen las grandes cosas, y la vida no es nada más que un montón de detalles. Entonces ¿Porqué no apreciarlos más seguido? Esa es mi idea, y es en lo que quiero dejar el pensamiento, pues destaco que la mayor parte del tiempo no notamos algunas cosas que podrían ser más visibles y que podrían ser más importantes que las cosas que acostumbramos a valorar más. La mayoría de las veces nos olvidamos de las cosas pequeñas por estar demasiado pendientes de las más grandes, tal vez las más importantes o en otros casos las más negativas que no somos capaces de notar a las demás, quizás porque no estamos siendo lo suficientemente observadores con todas las diminutas realidades que existen o solamente no les damos importancia por considerarlas un mero detalle. Viajamos tan apresuradamente por nuestros caminos que muchas veces olvidamos el paisaje que está presente afuera, olvidamos bajar la velocidad para apreciar particularidades del camino, para admirar las pequeñas cosas que se encuentran allí de las que no siempre nos fijamos y que ignoramos por nuestra costumbre de vivir a toda velocidad. ¿Qué tan seguido se detienen o simplemente bajan la velocidad? Puedo apostar que no lo hacen muy seguido, y tengo que reconocer que yo muchas veces tampoco, pero ¿Qué sucede cuando el mismo camino te obliga a parar? No es raro, y nos pasa más seguido de lo que pensamos, sólo que la mayoría del tiempo puede que no le tomemos mucho peso a lo que el camino nos quiso mostrar, y no por eso las cosas que vimos no están en nuestra memoria. Hace no mucho tiempo y no por decisión mía, me tocó desconcentrarme del camino en el que iba, sólo para poder admirar uno de esos detalles que no se vuelven a olvidar nunca más, esas pequeñeces de la vida que por alguna razón la marcan de una forma peculiar. Caminando con una amiga por el centro de la ciudad devuelta del colegio, decidimos buscar algún kiosco para comprarnos algo para comer, sin embargo no contábamos con más de 100 pesos y sabíamos bien que no nos alcanzaría para mucho. Cuando mirábamos la comida y el presupuesto con el que contábamos, no notamos quién era la persona que vendía ni menos quién era la persona que estaba comprando, como si no fuera típico de nosotros los chilenos, el actuar como si estuviéramos solos. Al parecer es más fácil hacer como que la gente no está ahí para no tener que tomarnos la molestia de tener algún contacto visual con un desconocido. Fue ahí cuando nos detuvimos, cuando el mismo camino nos hizo parar sólo para analizar una simplicidad, para algunos una insignificancia, para otros un buen recuerdo.



En aquel momento la otra sombra que ni miramos, la otra persona que estaba comprando, que no habíamos notado, se volvió en un hombre ya mayor, pequeño y encorvado con la edad, bastante humilde, que nos miraba con una sonrisa. Se acercó tan feliz y sencillamente que no pude evitar notarlo. El nos estiró la mano y nos dijo con una gran sonrisa en la cara y una voz desgastada: ‘’tomen, para que se compren algo rico. ’’ Y sobresalieron los 500 pesos que estaban en su mano. En aquél momento no supe como reaccionar, no quería aceptarlos pues me sentiría culpable si lo hacía y no quería despreciarlo tampoco. Mi amiga y yo le dijimos que no se preocupara, que no era necesario, pero él insistió con la misma sonrisa, y con la mano aún estirada como si no pensara en sacarla de ahí hasta que le recibiéramos su moneda. Seguramente él lo necesitaría mas que nosotras, pero aún así insistió e insistió tan humilde y tranquilamente que ya no pudimos seguir diciendo que no. No queríamos ofenderlo ni menos dañarlo y aceptamos la moneda dándole las gracias profundamente, cómo nunca habíamos agradecido tanto algo. El se fue, muy satisfecho y a paso lento, como si hubiese cumplido una misión. Fue en ese momento que entendí el valor de aquella moneda. Era extraño pensar que nunca había agradecido tan sinceramente algo como aquel pedazo de metal con números escritos, en los cuales descubrimos la verdadera sencillez, la verdadera humildad, el verdadero calor humano que muchas veces olvidamos. Ese calor humano que siempre está presente y que podemos encontrar en cada uno de nosotros, sin embargo el problema es que sólo nos atrevemos a encontrarlo en nuestros seres más queridos y ni nos molestamos en descubrirlo en los demás, como seguramente los demás no se molestan en demostrarlo.

Un detalle, unos minutos que no se olvidan, unos minutos en los que no me encontré ni viajando a toda velocidad ni corriendo por la vida. Fueron un par de minutos en los que me sentí parte del detalle, no parte de la carrera y me pregunte el por qué somos tan pocos observadores, y a la vez tan críticos. ¿Por qué olvidamos aquella vez que le regalamos una flor a nuestra mamá porque sí, pero recordamos cuando le dimos ese collar tan caro para su cumpleaños? ¿Por qué recordamos la ausencia de alguien con tristeza y no recordamos los bellos momentos que vivimos cuando estaba presente? ¿Por qué preferimos olvidar que recordar? ¿Por qué vivimos todos en el mismo mundo, si como dice la canción no nos queremos ni mirar? Comodidad, sólo comodidad porque nuestra cultura nos enseña que es más fácil, porque nos enseña que lo más caro es lo más importante, cuando el verdadero valor de las cosas no se mide con la bolsa económica, si no que con lo que nos conlleva a sentir y a vivir. El valor de una sonrisa, la que nos puede enamorar, nos puede enseñar, nos puede motivar, nos permite recordar a las personas, nos permite hablar sin palabras, nos permite transmitir energía, nos permite creer en una posibilidad. El valor de un recuerdo nos puede hacer llorar, nos puede hacer reír, nos puede hacer ahogarnos en nostalgia, o ahogarnos en conformidad. Pero nos puede ayudar en el presente a llenarnos de experiencias. Todo esto nos hace más grandes y nos enseña más. Pues lo más curioso de todo, es que muchos de nosotros preferimos olvidar que recordar, eliminar lo malo en lugar de recordar lo bueno, si hasta donde yo sé, el único error, es el que no nos enseñó nada, si hasta donde sé yo, que una caída acompañada del hecho de levantarse vale más que cuando estamos volando, el esfuerzo de querernos, el esfuerzo de seguir. No pretendo que quienes lean esto, desprecien lo que para ellos era importante ni pretendo que se vuelvan humildes diciendo que nada de lo que consideraban valioso tenga valor, sino que pretendo que valoren más esas cosas que la vida nos muestra a diario, que son tan simples, tan sencillas, casi tan comunes que olvidamos que tienen algo que enseñar, como ese abrazo con un hermano, como ese reencuentro con un amigo, como esa vez que reímos a carcajadas con alguien por un estupidez, como esa vez que un niño nos sonrió sólo porque sí, como esa vez que ayudamos a alguien que estaba perdido a encontrar la calle correcta, como esa vez que alguien nos avisó que se nos había caído algo del bolsillo, como esa vez en que lloramos recordando momentos felices, como esa vez que nos sentimos como niños otra vez, y como cuando vivimos y no nos damos cuenta. Estamos vivos, no porque respiramos, estamos vivos porque aprendemos, porque sentimos, porque recordamos, porque sufrimos y porque nos alegramos, porque triunfamos y porque erramos, estamos vivos porque somos humanos. La vida amigos míos, no tiene receta, no hay una fórmula para ser feliz sólo el intento de serlo. El precio de la vida es importante, porque la vida no tiene precio; es gratis y se disfruta. ¿Cuándo más vamos a esperar para disfrutar de las monedas de 500 pesos que la vida nos presenta a diario?